domingo, 2 de agosto de 2009

Embrujo Dragado

Después de leer tantas noticias de este país tan convulso y dramático, pensé que nada me iba a dar tanta rabia, pero el descaro de la gente en este país puede nunca terminar de sorprender.

Creo que la mejor forma de comenzar esta historia es con mi tío Diego. Mi tío Diego es una de las personas más espectaculares que conozco. De pequeño, cuando yo venía de vacaciones a Medellín, me sacaba a montar en trencitos y en las diversas atracciones de la ciudad. Mientras mis papás se pasaban de visita en visita, Diego nos salvaba a mí y a mi hermano del tedio en el que puede convertirse una visita de grandes para un niño de 6 años. A medida que crecía me enseñó muchas cosas, desde anatomía (usando como modelo un cerdo recién matado al que le inflaba los pulmones con un pitillo) hasta, cuando era lo suficientemente mayor para entender, a mirar la vida con el particular estilo con el que él la miraba.

Mi tío es una persona que ha hecho lo posible por, en palabras muy simples, vivir bueno. Médico, algo decepcionado de su carrera, Diego vive sin mayores ambiciones. Para él la plata significa poco o nada, y sólo quiere vivir bien y tranquilo con su familia y con la gente que quiere, mientras atraviesa cuanto chiste verde puede hasta en la conversación más inocente.

Fue con Diego que empecé a escuchar historias de ese otro país, esa cosa tan grande y tan misteriosa, llamada el Chocó. Y aunque no he tenido la oportunidad de visitarlo, tengo pendiente una visita con Diego, para ir a la tierra que otrora fuese su casa, el lugar donde hace muchos años hizo su año rural. Su historia es curiosa, lo mandaron para Istmina, pero mi familia no quería que fuera tan lejos, y empezaron a buscarle cupo para hacer el rural en Santa Elena, que queda a escasos 20 minutos de Medellín; algo mucho más cómodo. Diego regresó de Istmina, y empezó a trabajar en Santa Elena, pero en menos de 15 días estaba de nuevo en una chalupa por uno de esos ríos monstruosos.

La cosa con el Chocó, Santiago, es que el Chocó embruja.

Tiene toda la razón. Por lo menos a mí me ha embrujado desde la distancia. Pero así como embruja, es una tierra sin dolientes, ni ley, ni nada. Es una selva donde llueve más que en cualquier otra parte del mundo, con una vegetación endémica, majestuosa, que da la impresión de ser absoluta. Y, por si fuera poco, se ubica sobre unos yacimientos minerales gigantes. En el Chocó hay oro, iridio, platino y otra cantidad de metales raros y valiosos. Demasiada riqueza para una sola zona, que por una cruel broma del desarrollo es la región más pobre del país.

Para entender la vida en el Chocó hay que entender sus ríos. El río lo es todo allá, es al mismo tiempo fuente de comida y agua, vía de transporte, desagüe, industria y recreación. La gente construye su vida alrededor del río, y aunque no tiene muchas posesiones materiales, vivir junto a él hace que sean capaces de suplir sus necesidades de supervivencia. Para la mayoría de los habitantes del Chocó, la vida es más llevadera allí que en la inhóspita y húmeda selva.

Los ríos chocoanos son monstruos que se alimentan del diluvio casi permanente de la zona. De ellos, el Atrato es el mayor. El río Atrato es un fenómeno, es el río más caudaloso del mundo en relación con la poca longitud que tiene. Su caudal es tal, que las aguas marinas del golfo de Urabá, donde desemboca, llegan a parecer agua dulce. Dicen que cuando lo españoles llegaron, no creían que pudiese existir un río tan inmenso, ni que tierra alguna pudiese producir tanta agua. Pero no es solamente agua dulce lo que se transporta: en su paso por la cordillera, los ríos arrancan oro a las montañas y lo llevan como sedimento, que posteriormente es depositado en su lecho y en sus orillas. Los habitantes de estas tierras, vieron que sacando oro artesanalmente podían obtener ingresos y mejorar en alguna medida su modo de vida, poniéndose a “barequear”. Esto se hace usando una especie de poncheras llamadas bateas, donde cogen sedimento del lecho del río y lo agitan hasta separar las partículas pesadas, es decir el oro, de las arenas más livianas.

Donde hay riqueza hay gente buscándola, y donde no hay ley hay gente buscándola usando cualquier medio. En el Chocó, la ley es la falta de ley. Es uno de los departamentos más pobres, pero de lejos es el más corrupto de todos. La fuerza pública en el mejor de los casos es escasa, y las autoridades no pueden vigilar ni controlar nada de lo que pasa. El control ambiental sobre la minería y la industria de la madera es casi nulo, y ni hablar de la violencia y el orden público. El Chocó fue y sigue siendo territorio en disputa de todos los grupos armados ilegales de Colombia, porque es un corredor hacia el Pacífico por donde sale cocaína y entran fusiles.

Es peligroso y difícil vivir en un sitio así, más para un médico que se le atravesaba a la corrupción. Conociendo a Diego, él hubiera estado en el Chocó durante gran parte de su vida, pero decidió salir luego de un "consejo" de un capitán de la policía con el cual compartía unas cervezas. “Doctor, usted ya hizo su labor aquí, ¿por qué no vuelve a Medellín?” Diego entendió bien el mensaje y tres días después volvía al Valle de Aburrá con la nostalgia de esa selva en su alma.

La ausencia de la ley es lo que propició el nuevo mal del Chocó. La ambición, mezclada con el poderío económico y la absoluta falta de preocupación ambiental, hizo que entraran más de 20 dragas a un pequeño poblado de la zona llamado Rio Quito, cercano a Quibdó. Una draga es una máquina que literalmente se come las orillas de un río. La tierra es procesada, pasa por unos tamices y se usan substancias altamente tóxicas como el cianuro y metales pesados como el mercurio para separar los minerales. La draga coge parte de los minerales, y el resto de la tierra removida es vomitada al río.

Según los estándares actuales del mercado y los costos de explotación minera, una mina de oro se pude considerar rentable si se saca medio gramo de oro por tonelada de material excavado. Se dice que en Río Quito las dragas ilegales llegan a extraer una tonelada de oro al año. Eso quiere decir que para sacar una tonelada de oro es necesario remover dos millones de toneladas de tierra. En términos más tangibles, para sacar una tonelada de oro, es decir 50 lingotes, es necesario mover la cantidad de tierra que cabría en ocho catedrales.

El problema ambiental no se reduce a la remoción de tierra y sedimentos, sino que hay destrucción de bosques en las riberas, y vertimientos de aceite, mercurio y otros tóxicos al río. Para la población que vive en Río Quito, esta actividad representa el infierno. La minería de draga ha acabado con la pesca en el río, ha destruido incluso una calle y varias casas del poblado, ha hecho que el agua sea intomable y que cause enfermedades en la piel. Adicionalmente, ha tenido otro impacto social muy importante, ha acabado con el "barequeo", la extracción de oro artesanal con bateas. ¿Que les queda a los habitantes entonces? A muchos abandonar el pueblo, a muchos otros dedicarse al cultivo de la coca, ese "oro blanco" más maldito que el metal dorado.

Contrario a lo que se podría creer, la actividad económica de las dragas no ha traído ninguna mejora al pueblo. El negocio es de un volumen de 100.000 millones de pesos al año, pero en regalías el municipio sólo ha recibido algo más de 200 millones. El resto queda en manos de los dueños de las dragas y del ELN, de las Farc, de las Águilas Negras y de los paramilitares que cobran "vacuna" por la operación. Se me hace difícil pensar en una actividad más nociva para Colombia que este tipo de minería ilegal.

El Chocó es una tierra desconocida para el país. Casi como una colonia lejana, o un país imaginario. El poder de las autoridades locales es muy limitado, y en el caso de las dragas insuficiente para resolver el problema. En agosto de este año, la revista Semana (Edición 1401) destapó el escándalo de las dragas en Río Quito y se causó una conmoción nacional. Sin esta denuncia, probablemente las dragas seguirían operando y destruyendo el patrimonio ambiental de aquel municipio. Un mes después, los ministerios de Medio Ambiente y Minas y Energía, la Fiscalía y las fuerzas armadas, incautaron las dragas, y pararon, por ahora, la pesadilla ambiental en la región. Pero las heridas generadas se demorarán mucho tiempo en sanar, y es posible que nunca lo hagan del todo, mientras los habitantes de la zona deben aguantar la contaminación del día a día.

Lo triste de Colombia es que ya las salvajadas no sorprenden. Por puras ganas de cambiar la constitución otra vez para permitirle al actual presidente reelegirse, los congresistas agotaron todo el tiempo para discutir los proyectos importantes, y muchos de estos, a fuerza de ser aprobados, se discutieron en altas horas la noche y con afán. Cualquiera diría que lo hicieron al mejor estilo colombiano. Uno de estos proyectos fue la modificación del código minero. Éste tiene cosas positivas, ya que legaliza la minería y protege zonas de reservas forestales y naturales, pero algunos de aquellos "honorables" congresistas, metieron un artículo que aprueba el uso de mini-dragas, iguales a aquellas incautadas, lo que podría hacer que esos demonios vuelvan a operar. Sólo falta la sanción presidencial del mismo, y aunque el Presidente Uribe se declaró bastante molesto por la situación de Río Quito, el código minero tiene otros artículos que pueden beneficiar a grandes compañías mineras, que, con el poder que manejan, son capaces de ejercer fuertes presiones sobre el ejecutivo. Amanecerá y veremos.

Se dice que la caída del comunismo se dio porque dicho sistema económico subvaloraba el valor del trabajo del hombre. Las crisis sociales generadas por esta subvaloración propiciaron su caída. Ya se escuchan nuevas voces de economistas de alto nivel que dicen que el sistema capitalista podría llegar a caer por subvalorar el capital ambiental de las naciones, y la creciente crisis global ambiental puede ser una manifestación de este fenómeno. Pero en este país sigue sin importarnos el medio ambiente, y se pone en un segundo plano frente a ese metal maldito que obsesiona a la gente de este mundo. De momento sólo queda crear resistencia para evitar que este tipo de cosas pasen, y esperar a que los dirigentes de este país tengan la buena espina de no destruir lo que queda de la selva por ganas de oro.

Creo que esta historia me afecta mucho, porque el Chocó se ganó mi corazón desde la distancia. Quiero tener una oportunidad de visitarlo con Diego, y escucharle más historias mientras caigo en el suave embrujo de la selva. Sólo le ruego a los cielos, que, cuando pueda ir, la mano del hombre no haya dejado sobre esa tierra unas cicatrices imborrables que me hagan sentir vergüenza de ser humano.

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